Lo que no se aprende en casa

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Me pongo en la piel del niño que fui. En los miedos propios de vivir una experiencia tan potente como irte con seis, ocho o diez añitos durante unos días de tu casa. Ese territorio donde el confort y lo previsto es la norma. Un lugar donde cualquier cosa que se salga de lo estrictamente correcto será devuelto a su cauce natural. Aunque es cierto que cualquier madre o padre es consciente de que a veces es necesario inundar todo de imaginación, de imprevistos, de adrenalina para que una experiencia se vuelva divertida. Recuerdo como aquel verano de 1992, con…

Lo que no se aprende en casa

Me pongo en la piel del niño que fui. En los miedos propios de vivir una experiencia tan potente como irte con seis, ocho o diez añitos durante unos días de tu casa. Ese territorio donde el confort y lo previsto es la norma. Un lugar donde cualquier cosa que se salga de lo estrictamente correcto será devuelto a su cauce natural.

Aunque es cierto que cualquier madre o padre es consciente de que a veces es necesario inundar todo de imaginación, de imprevistos, de adrenalina para que una experiencia se vuelva divertida.

Recuerdo como aquel verano de 1992, con apenas catorce años, cogía un tren con una mochila, un saco de dormir, un aislante y muchos bañadores. Ocupamos un vagón casi entero. No paramos de hablar, de movernos, de gritar, de reír… Era la misma sensación, supongo, que siente un ave cuando se tira del nido por primera vez.

Un niño necesita asomarse al filo de su nido, saltar, volar, gritar, imaginar, correr, experimentar, acertar, fallar.

Un verano que me enseñó lo que no se aprende en casa.

Era la primera vez que dormía tantos días fuera de mi casa, la primera vez que me tendría que fregar mis platos después de cada comida, la primera vez que gestionaría mi ropa sin ningún tipo de ayuda externa, la primera vez que debería resolver problemas sabiendo que el “comodín de papá o mamá” no estaba entre mis cartas.

Y fue mágico. Fue tan mágico y tan bonito que si pretendiera contarlo aquí perdería toda la gracia. Porque al final, las experiencias, están para vivirlas.

Un niño necesita asomarse al filo de su nido, saltar, volar, gritar, imaginar, correr, experimentar, acertar, fallar. Un niño necesita saber que, aunque ese nido siempre estará ahí, él o ella tienen que dibujar su propio camino, trazar un rumbo, clavar sus hitos.

Recuerdo aquel verano de 1992 como un verano distinto a todos los demás. Un verano especial donde sonaba el “Aidalai” de Mecano o el “Vivendo deprisa” de Alejandro Sanz, donde aprendí a poner el acorde mi menor en la guitarra, donde aprendí cómo funcionaba un generador. Un verano que me enseñó lo que no se aprende en casa.

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